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BOREAL

Era la llama de la vela que se reflejaba sobre su mesa en una casa donde la luz ya había llegado. El calor se esparcía por toda la habitación, aunque más de una vez estuviera a punto de apagarse, debido a la antigüedad de ésta. No, no era una ilusión lo que se cernía. El humo pestañeaba desdibujando figuras o siluetas que ella continuaba mirando como si de un video se tratase. Había podido describir sus manos como cálidas, pero a la vez siempre frías; llenas de arrugas en las que cada grieta se podía leer la palabra vida escondida. Miles de pensamientos se acumulaban en su cabeza, cuando en la penumbra, lo único que existía era su sombra y su lento latido del corazón que se acoplaba a las agujas de su reloj de cuco.

La hora ya estaba llegando a su fin, por lo que con un movimiento lento se acercaba al pequeño fuego para soplarlo y así evitar que la vela siguiese llorando por todo su cuerpo. Cuando sus pulmones se llenaron de aire para derrumbar aquel David como si de un Goliat se tratase, el humo volvía a dibujar formas, esta vez más nítidas, las imágenes se podían ver claramente; eran hombres saliendo de casa con un uniforme, cargados de tristeza y miedo, llenos de balas y heridas que aún no se veían en la piel. En la puerta de la casa, una mujer sujetando a un niño de la mano mientras se despedía sin saber si iba a poder volver, se sentía el miedo de ella, la incertidumbre y la soledad que se agregaba como una sombra, y el llanto caía al suelo mientras sonreía a su hijo para consolarle de que no pasaba nada.

El humo volvía a disgregarse, convirtiéndose en más oscuro, en esta ocasión, una estancia con una pequeña mesa y tres sillas rotas, una con un pequeño parche en el asiento intentando que nadie pudiese caerse de ella, pero sin asegurar la fiabilidad de esos pespuntes hechos con hilo grueso, que no sabían cuánto peso iban a aguantar. Las paredes no estaban pintadas, al menos no todas, y en algunas ocasiones los viejos ladrillos de piedra se dejaban entrever, lo que llenaba la estancia de más frío del que realmente hacía. En la mesa, un niño sentado para comer, con un vaso de agua y sin cubiertos. Su madre se acercaba lentamente partiendo aquel trozo de algo, a lo que hoy en día no podríamos llamar pan, algo descolorido. Las partes no eran equitativas, pero eso daba igual, con ello venía un trozo de queso, que aquella mañana había podido comprar, era tan minúsculo que a un ratón no le habría pasado de los dientes; pero aquello sabía a gloria. El silencio inundaba la sala, a la vez que pausadamente se llenaba su estómago, era la mejor comida de su vida, pues hacía tiempo que había olvidado el sabor del queso.

Ella, perpleja ante las imágenes que estaba viendo, rostros familiares, pero no lograba recordar, intentaba ver más allá del humo, que en un pestañear cambiaba de forma y volvía a mostrarle otra cosa. La habitación era la misma, pero notaba cada vez más el frío, la silla había desaparecido, y el niño, aunque levemente, había crecido. Esta vez el trozo de pan no era partido, la madre lo ponía en el plato, que se lo acercaba con una sonrisa, y se daba la vuelta mientras hacía como que comía algo.

Un sonido de sus tripas la despertó del trance en el que se hallaba divisando la escena, y se dio cuenta que ésta se estaba apagando, la cera estaba dejando cada vez más hueco a la llama, se estaba consumiendo, pero quería saber más y así lo intentó.

En la casa, la mujer no paraba de dar vueltas, y con ella podía notar su preocupación, sólo miraba el reloj, que, aunque estropeado, siempre tenía la esperanza de que acertase la hora. La puerta se abrió y un señor con gorra dio un paso en aquel suelo de tierra dentro de la casa. El sonido era inaudible, pero la imagen podía hablar por sí sola, como si aquello que le estuviera diciendo le estuviese clavando puñales en la espalda, como si el mundo se le hubiese venido abajo. En su demacrada cara, se podía notar el dolor, los huesos, que era lo único que le quedaba en su cuerpo, estaban temblando de espanto, y una silla no era suficiente para sujetarla en aquel trágico momento. La puerta se cerró y la imagen se hizo nítida en la cara de esa mujer.

La cera agotaba su último coletazo mostrando una lágrima en ella, no sabía por qué, pero notaba el dolor de la escena, y la cara de esa mujer, le resultaba familiar. El fuego mostró su último aliento y al apagarse, recordó…, esa mujer era ella.

A la mañana siguiente, la luz de la ventana la despertó, estaba tapada con una manta, en un colchón, no sabía cómo había acabado ahí. Mientras divisaba la habitación, la puerta se abrió y un hombre fuerte y robusto, con unos vaqueros negros y una camisa de cuadros se acercaba. Preocupada por no saber quién era, cerró los ojos para hacerse la dormida, él la miró con cariño, sonrió y se agachó para darle un beso en la frente mientras decía: “Buenos días mamá”.

El único consuelo que nos queda en el “olvido”, que a algunas personas, por desgracia, les recorre  su cerebro con el paso del tiempo y enfermedad, es que aquellos momentos tristes, no volverán. Vivimos con la esperanza de que, si algún día recuerdan, sólo los buenos recobren vida, y les hagan volver a sonreír como la primera vez.

                                                                     

Autor: Carlos López de la Hoz

(Segundo premio, en el CERTAMEN LITERARIO "8 DE MARZO" DÍA INTERNACIONAL DE LA MUJER 2020, 
organizado por la Asociación de Mujeres "Despertar Femenino" de Porcuna).

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Actualizada el domingo, 15 de marzo de 2020