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MATEMÁTICAS INVERSAS

Una frase le absorbió la mente como la tierra reseca y agrietada al agua de lluvia: “Uno vale más que cinco”. De vez en cuando la máxima le resonaba entre las paredes del cráneo con la misma naturaleza estridente del martillo que golpea el cincel, con un estribillo desconcertante que ponía en jaque el raciocinio.

También en ese día, en que siempre llegaba tarde a todo y nada estaba bien hecho, impregnaría en su cerebro una nueva frase:

- Bueno va. Bueno va.

Era la primera vez que iba al tajo de aceituna. La falta de experiencia provocaba que, donde había que dar un paso, se multiplicara por cinco, tal y como afirmaba la frase recalcitrante. Nadie le explicó que en el camino de vuelta siempre debía de traer algo, ya fuese el botijo, el fardillo o la espuerta. Parecía, por la cara que ponía el capataz, que debía de haber nacido con ese conocimiento impreso en sus genes, por ser de Jaén, como se nace respirando y con el corazón bombeando sangre.

-¿Y el botijo?. Si has bebido agua: ¿por qué no lo traes aquí para todos?. Bueno va, bueno va.

Pero allí siempre estaba ella, para echar una mano, con el botijo en la mano izquierda y una espuerta pequeña sujeta con la mano derecha y la cadera, realizando el esfuerzo que le correspondía y el que no podía o no sabía hacer su hijo.

-Bueno va, porque… en fin, ¡Mecachis!. ¡Bueno va!-la ayuda no le gustaba al capataz- Llena espuertas - y él se puso a llenar espuertas.

- ¡BUENO VA PORQUE… UF, BUENO VA!-un nuevo error hizo saltar con mucho genio al capataz.

- ¿No ves, hijo? Has de irte por debajo, ponerte el fardillo en las rodillas y llenar las espuertas- le explicó su madre.

Antonio pensaba que si el capataz fuese más simpático y en vez de tanto quejarse diese alguna explicación, el día transcurriría con más afabilidad. Una afabilidad que encontraba cuando lo ponían a recoger aceituna con las mujeres y los comentarios jocosos lo sonrojaban en su despertar a la pubertad. Mayor era la vergüenza cuando no podía ser dueño pleno de su cuerpo al sentir la cercanía de la más joven.

Ya, por la noche, era una lástima de agujetas y enormes dolores musculares. El esfuerzo del día se cernía sobre su cuerpo como un sedante compasivo. Era imposible dar más de sí. Cuando fue al corral escuchó, al fondo, el ruido de unas manos enérgicas frotando la ropa en la pileta. Allí estaba quien lo salvara durante el día del capataz para arroparlo hasta que por sí mismo fuese más habilidoso. Se quedó por un rato observando como la bombilla de incandescencia iluminaba con pobreza aquella cara demacrada; escrutó cada gesto de esfuerzo y dolor con cada movimiento. Aquel cuerpo parecía incombustible realizando las penosas tareas del hogar. Sintió la mayor de las admiraciones por esa mujer, su madre, que no paraba de trabajar y de amar a su marido y a sus hijos en una lucha interminable.

El olor al cocido que se fraguaba a fuego lento en la chimenea para comer a la otra tarde, después de volver del tajo, le abrió el apetito tanto que fue a la cocina para coger un trozo de salchichón y vio que sobre los lebrillos multitud de platos se agolpaban esperando una limpieza. Por un momento se arremangó las manos, derramó un poco Mistol sobre la vajilla y cogió el estropajo de esparto; pero la frase le vino a la mente y lo atormentó tanto que desistió:

- Uno vale más que cinco. Uno vale más que cinco. Uno vale más que cinco.

No durmió bien porque el “bueno va, bueno va” bailaba un vals tragicómico con la frase: “uno vale más que cinco”. Levantó a eso de las dos de la madrugada y fue a la cocina decidido a fregar el vidriado, limpiar su conciencia y ahuyentar las frases como el humo que es arrancado de la chimenea en un día ventoso. Pero la conciencia no hizo más que ensuciarse cuando descubrió que toda la cocina y la casa habían adquirido el carácter reluciente y ordenado de siempre y en los alambres galvanizados del corral colgaban las multiformes banderas de la ropa, impregnadas del manto pardo de la noche. Si hubiese tenido más personalidad, si el cuerpo le hubiese respondido antes, habría sido protagonista de ese orden. Entonces fue a la habitación donde dormían sus padres, entró despacio, observó las arrugadas manos de ella y las besó con una devoción y un sentimiento más profundo a como besó el crucifijo cuando hizo la Primera Comunión: el suyo era un pecado que sabría perdonar Dios.

En el segundo día se empleó a fondo para no escuchar al capataz. Su empeño mayor era arrancar una sonrisa de orgullo a quien le ayudara el día de antes. Se permitió, una vez que cumplió su objetivo, guiñar el ojo a la moza más joven y observó con veneración el sacrificado trabajo de todas las mujeres, pensando en las tareas que le estarían esperando a la noche, con niños mocosos y en yanto aguardando sus cuidados y las casas necesitadas de orden.

En casa la madre le preguntó extrañada:

- ¿Te has puesto malo, Antonio? Si a ti no te gusta el cocido.

- ¿Cómo no me va a gustar? ¡Está riquísimo!-respondió Antonio con celeridad.

Antonio nunca se detuvo a saborear aquel plato pero ahora ya sabía que tenía que degustar los verdaderos ingredientes de sacrificio, amor y esperanza que aquellas manos ponían con cada puñado de garbanzos echados a la olla. Nada más comer quiso ayudar con el vidriado pero la madre le dijo.

- Anda, esto ya lo hacemos mañana. Es seguro que llueve.

A Antonio lo despertó a las siete de la mañana el enfurecido caudal de agua que se precipitaba desde una canal en el empedrado de la calle. Ahora sí que podía limpiar su conciencia y quitarse la frase de la mente pero nuevamente, al llegar a la cocina, vio como todo estaba bien ordenado. Entonces volvió a recordar la escena que presenciara días atrás:

En la casa en ruinas que había a las afueras del pueblo se cobijaban dos magrebíes que llegaron con la esperanza de encontrar trabajo en el tajo. No lo consiguieron pero gracias a la caridad no les faltaba a diario algo que llevarse a la boca. Eran tres ancianas solteras las que se apiadaron de la mala fortuna de estos hombres. Viendo que dormían sobre el suelo terrizo, las ancianas les hicieron llegar dos camas con buenos colchones, sábanas y mantas. Más estos, en vez de mostrar agradecimiento, se enfadaron. Uno le dijo al otro.

- No muestres agradecimiento. Son mujeres y un hombre vale más que cinco de ellas. Por eso ellas han de hacer las tareas innobles de la casa. Están para servirnos. Un hombre no puede aceptar la piedad de una mujer. Eso nos rebaja. Su misericordia es deshonrosa para nosotros. Uno vale más que cinco. Uno vale más que cinco.

Esas matemáticas no le salían Antonio y menos aún el razonamiento de que el sexo determinara si una persona valía más que otra. La valía era una cuestión de la persona en sí y nada más. Aquel primer día de aceituna la mujer a la que adoraba hizo el trabajo de tres personas y no hubo nadie, ni siquiera él, que le diese las gracias ¿Qué clase de educación tenían esos dos hombres? ¿Con que derecho se sentían, aún en la mayor miseria, por encima de las mujeres que lo ayudaban? Pero, sobre todo: ¿Qué clase de hombre iba a ser él si se dejaba llevar por esos comentarios tan poco justos y solidarios? Cerró los ojos, se arremangó las mangas de la conciencia y se dijo a sí mismo:

- Antonio. Bueno va porque…! Mecachis, Antonio!.En fin, bueno va. Tienes que ser tú y lo que sientes. No lo que las ideas obsoletas te dicten.

Después imaginó que su mente era un pulcro encerado en el que la frase “uno vale más que cinco” permanecía impecablemente escrita. Se imaginó así mismo levantándose del pupitre cogiendo el borrador en un descuido de ese horrendo maestro de la tradición, el sometimiento y el egoísmo para borrar aquella frase. La tiza había penetrado tanto en el encerado de su mente que la fricción de la esponja apenas arrancaba algunas partículas blanquecinas. Se desesperó porque veía aquel trabajo imposible: ese maestro parecía que iba a rodear la cabeza en cualquier momento: ni siquiera la imaginación estaba libre para ayudar en la lucha. Entonces apretó los ojos y se tapó los oídos para hacer aparecer en las manos un bote de pintura para pulverizar. Apretó con fuerza el dosificador y realizó un grafiti con un mensaje de naturaleza justiciera que equilibrase la balanza:


Una aceitunera vale más que cinco hombres”
 

Autor: Marcial del Pino Chiachío.

(Segundo premio del CERTAMEN LITERARIO "8 DE MARZO" DÍA INTERNACIONAL DE LA MUJER 2014, 
organizado por la Asociación de Mujeres Progresistas "Despertar Femenino" de Porcuna).

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Actualizada el miércoles, 12 de marzo de 2014