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SAN MARCOS

Nunca había experimentado el infinito espacio de tiempo que podía separar entre sí cada movimiento del segundero del reloj de pulsera; ni tampoco como aquel acompasado sonido de minúsculos engranajes podía alcanzar una rotundidad inusitada en los tímpanos. Los minutos parecían una colección de eternidades; unas infinitudes aburridas, pesadas y desesperantes de las que ahora no era consciente que llegaría a añorar una vez fuese anciano y los días, los meses y los años se le escurrieran, viéndose limitado por los achaques, como agua entre las manos. Un agua tibia que ya no podría apagar la sed de llegar a conocer más, tanto a nuevos miembros de la familia como los logros y los fracasos de la sociedad, la ciencia o la técnica y, sobre todo, no le permitiría zanjar los asuntos que toda persona espiritual necesita resolver para sentirse cómodamente alojado, sin remordimiento ni sufrimiento, en la barcaza que lo lleva al último mar.

Pero ahora tan solo era un niño de diez años, un tanto inocentón y despistado por mucho dejarse llevar por las fantasías; aunque ya ayudaba tanto a su padre con el pequeño y ruinoso negocio, que le molestaba la palabra niño y también el exceso de cuidados y mimos de la madre, que a estas alturas veía humillantes y ridículos. No intuía que ser hombre implicaba tener más paciencia y sosiego; ni tampoco que ese deseo de ser mayor, de ser llamado y mirado como a un hombre, respondía a unos tiempos de miseria e injusticias que hacía que las mentes maduraran más que los cuerpos pero que, pese a ello, en el interior no se podía impedir que se revelara esa parte de infante que estaba siendo ahogada desde la sorda indiferencia y la ciega ignorancia.

Miraba fijamente la verde esfera del reloj, más amarillenta en el centro, casi negra en el perímetro, evitando el reflejo hiriente en el iris. Recordaba el trabajo que le costó conseguirlo. Ya, el verano pasado, cuando cumplidamente venía de las breves misas de don Rafael, se quedaba pasmado observando con admiración aquel artilugio que tanto le atraía y al que deseaba por suponerle grandes cualidades, casi todas mágicas. Cuando la madre le preguntó por el regalo de reyes, él lo dijo claramente:

–Quiero el reloj verde del escaparate de la joyería de la calle Carrera –el deseo manifestado lo hizo poniendo cara de niño de tres años.

La madre lo quiso abrazar como a un bebe, en un incontrolable arrebato de amor maternal; él se resistió por unos segundos. Pero tal final se dejó hacer, buscando la eficacia del chantajeo emocional. Entonces la madre le explicó que eso era imposible, pero luego lo animó:

–Estas vacaciones, aunque no tienes edad, vas a venir junto a mi a la recolección. Tu ponte a coger muchas aceitunas como un valiente, a ver si el bueno del primo Gregorio te da un regalo y podemos comprarte ese reloj.

Durante veinte días de escarchas y nieblas, sabañones en las orejas y agujetas hasta en el alma, sin meriendas en casa de la abuela viendo los payasos de la tele blanco y negro al lado del brasero de ascuas, apretó el culo para darle más rapidez al movimiento de las manos, pulseando la aceituna caída a la par de las mujeres. Las mujeres lo elogiaban merecidamente y los hombres lo animaban con igual criterio pero el primo Gregorio, el mozo viejo que siempre llevaba el ceño fruncido y por cinto una deshilachada tomiza, nunca dio muestras de satisfacción y cuando llegó el momento esperado no soltó un solo céntimo, pese a las insistencias de algunos. Su madre recordaba a cada instante las palabras del primo Gregorio:

–¡Ja,ja,ja! ¿Te burlas de mi, Pilarica? Si ese muchacho tuyo lo único que ha hecho ha sido estorbar. Ni para acarrear el botijo ha valido. Suerte tienes de que no le haya dado más de una patada en el culo y a ti no te descuente nada por haberlo traído. Ja, ja, ja.

Y las palabras y las desproporcionadas carcajadas le generaron un eco sangrante en la mente, una reverberación de dolorosas vibraciones que le hacían pensar que tal vez sus hijos, en un futuro, se verían irremediablemente sometidos al rígido yugo de algunos implacables capataces, de esos que pateaban e insultaban hasta la saciedad a los muchachos cuando descuidaban el paso. Para aliviar esa reverberación y para conseguir una sonrisa en la cara infantil bañada por la adversidad, la madre hizo un sacrificio.

Ahora restaban ocho minutos para las cinco; el reloj estaba en su muñeca; cada segundo era un suplicio; aun así se sentía orgulloso por ser el responsable de informar a los otros compañeros, en voz baja y eludiendo a don Silvestre, de cuánto tiempo quedaba para terminar las clases. Sintió como Marquitos golpeó con el pie la pata de la silla, sin percatarse de que aquello era una advertencia. Pensaba que el diminuto Marquitos, impaciente el día previo de su santo, quería saber la hora y al arrodearse para tranquilizarlo vio la cara de don Silvestre, completamente enojado:

–¿Qué le ocurre a usted hoy, señor López? ¡Va a desgastar el “relojito bonito” con tanto mirarlo!

No supo que decir el chico, solo se le ocurrió volver a mirarlo para comprobar como el minutero había dado otro paso gigante: aún quedaban siete movimientos más.

–Veamos si con tanto mirar el “relojito bonito” al menos me dice la hora, que el mío se quedó sin cuerda.

Nunca imaginó que en tan corto espacio de tiempo pudiera recordar que don Silvestre era aficionado a alargar inútilmente las clases y que seguramente hoy no sería una excepción. Así que le dijo:

–Ya son las cinco y doce minutos, don Silvestre.

–¡Por Dios, niños! –gritó cariacontecido el maestro –Recoged rápido, que tengo cita con el médico a las cinco y media. ¡Deprisa!

Los niños aprovecharon la fragante mentira para salir corriendo y en especial él, que antes de soltar el número “doce” midió objetivamente las consecuencias que tendría el embuste. Sintió en su cuerpo una bofetada y unos palmetazos que estaban por llegar pero prefirió asumirlo con entereza y mintió porque ahora urgían otras cosas más importantes y mañana, si el reloj seguía tan insistentemente lento, estaría tan lejos que tal vez a don Silvestre le daría tiempo a perdonar y olvidar.

Un enjambre de niños salió corriendo hasta la que ellos conocían como casería del Pinto -un cortijo semiderruido que había tras el campo de fútbol- a defender lo que por justicia era suyo; pero ya fue tarde: todo el trabajo de las últimas semanas estaba siendo devorado por las llamas, sin remedio. Los rumores de que otros chicos mayores de la calle Gitanos y el Barruelo habían tramado aquel atropello, encontraron la desoladora confirmación. Aún así, algunos se atrevieron a salvar algo y rescataron tres vigas carbonizadas, unas alforjas de esparto, un portón de pocilga, una rebeca desvencijada, cartones, sacos de cemento y algún tablero de cartón piedra comido por la humedad y roído por las ratas. Uno de ellos se achicharró las manos; otro la cara y hubo un tercero que por mucho tiempo no paró de toser por haber inhalado demasiado humo.

Estaba visto que este año la desgracia se cernía sobre ellos como una tormenta perfecta porque hace cinco días Raúl se hincó un clavo oxidado y Álvaro se rebanó poco después media mano con un cristal. En las casas, como las bestias estaban desapareciendo y la obra moderna se imponía, había cada vez menos objetos que pudieran servir para hacer las hogueras para la noche de san Marcos. Para colmo, habían tenido que aceptar la participación de Esteban, un niño remilgado, hijo de señorito de rancio realengo, que siempre iba en su flamante y codiciada bicicleta y que nunca acarreó objeto alguno. Solo se limitó a hacer comentarios prepotentes como:

–¿Y tú no puedes con ese madero? ¡Qué poca fuerza tienes!

Y otras veces el comentario era de “nenaza”:

–Yo no llevo esas aguaderas que me daño las “manitas” –entonces mostraba las pulcras, blanquecinas y delicadas manos de monja novicia que gastaba, con la manicura perfecta. Si no fuese porque era el protegido de David, el hijo del capataz del señorito, López le habría quitado la bici y dado un buen escarmiento.

Pero Esteban no tenía culpa, solo era un pesado y recargado “cascarón de huevo” mal criado, producto de una estadística que siempre se cumplía Ni tampoco fue culpa de Alberto, que hizo rabona para cuidar el tesoro. Alberto quedó bien armado con un poderoso tirachinas que fabricó con cintas de goma roja cortadas de la cámara de una bicicleta; con una tranquilla de rama de olivo; cuerdas fuertes y un cuero al que dio forma adecuada. Alberto era un chico valiente, especialmente cuando acababa de ver una película de romanos o de Bruce Lee en el Cine- Recreo y la adrenalina le salía por las orejas. Pero la valentía solo residía en su imaginación. Creyó que su tirachinas sería capaz de atravesar corazas y frenar los ímpetus de los invasores pero el arma perdió la goma nada más estirarla, haciéndole gran daño en la mano y la mejilla. Y pese a que tenía una cachiporra escondida en el ”jaramagal” , las cachiporras de los zagales de las calles Gitanos y Barruelo eran más contundentes. Así que no le quedó más remedio que poner pies en polvorosa, aterrado por las voces y los golpes que escuchaba muy cercanos, a esconderse tras las faldas de su madre.

López no podía resignarse a no hacer la hoguera esa noche, así que expuso una idea:

–¿Y si le quitamos las cosas a los panolis esos del Paseo de Jesús? Lo tienen guardado todo en un agujero que hicieron en la escombrera que hay al final de la calle San José- López no reparó que en esa fogata tenía buenos amigos.

–Eso es ilegal –reclamó Ramírez, que era hijo del Guardia Civil de bigote espeso que causaba estupor. Un bigote tras el cual se escondía un buen hombre.

–¿Entonces, qué hacemos?- gritó con desesperación Benito- El vertedero que infecta con su humo los Grupos Escolares está esquilmado desde hace días.

Uno recordó que su tía-abuela le dijo que tenía un armario muy viejo y que podrían pedírselo, solo había que trocearlo un poco. Otro dijo que en la calle Salmerón había una casa semiderruida y que bien podrían coger algunas vigas de madera y cañas, sin ser consciente del peligro que ello suponía: que al fin y al cabo era solo un peligro más. Todos se pusieron manos a la obra, excepto el cascarón de huevo, que ante la posibilidad de tener que trabajar y ensuciarse las manos, salió huyendo, pedaleando con muy poco estilo aquella maravilla de máquina.

López, junto a dos niños más pequeños, dóciles y fieles, decidió emprender su propia cruzada yendo a la calle donde vivía el primo Gregorio. De hecho, mintió a los amigos cuando dijo que él ya había estado allí y que nada tenían los vecinos. Realmente quería eludir al detestado pariente, porque su madre le ordenó que no lo mirara más a la cara. Así que, contraviniendo el dictamen, se presentó allí, en la que ya era una calle maldita para, con la consigna de eludir la casa del solterón cejijunto, intentar dignificar lo que iba a ser un engendro, una vergüenza o un hazmerreir de hoguera. No quería pensar como las encaladas fachadas el pueblo se sonrojarían como mozas por el resplandor de piras inmensas, mientras que en aquel descampado elegido, una meada sería suficiente para ahogar el fuego y donde un simple paso de hormiga bastaría para saltarlo.

Recorrieron toda la calle y tan solo recolectaron unas albardas con olor a ácaros, una silla de anea colmada de chinches y dos palos de olivo manchados de grasa. No era mucho, pero cabía esperar mejor suerte de los demás. En esto que asomó desde una ventana la cabeza del miserable Gregorio. López se hizo el tonto y simuló no verlo.

–Primillo, hombre. ¿Estáis recogiendo cosas para el chisco de San Marcos? Anda, entrad a casa, que tengo una cosa para vosotros.

López se tragó el orgullo, pues para él era más importante el honor de la fogata que la humillación que sufrió meses atrás, cuando lo humilló y trató de inútil. Entró en aquella conocida casa, que aún conservaba una limpieza exhaustiva.

–Por aquí. Por aquí, primillo –pilotó con una sonrisa forzada al zagal hasta la habitación de la tía Manuela– Ahí está lo que os quería dar –añadió, señalando con el dedo índice un colchón de lana.

Dos minutos más tarde, López cargaba con el colchón, quedándose descolgado de los otros dos niños. Una nueva humillación soportaba, pues aquella era la pertenencia de una difunta. Recordó como dos años atrás unos niños mayores tenían un colchón parecido en la casería del Pinto y lo invitaron a acostarse. Luego se rieron de él, diciéndole que era de un muerto y López se hubo de hacer una triple limpieza con agua de lebrillo y jabón de sosa para eliminar la repugnancia que le producía aquella idea. Gracias a Dios, la tía Manuela era muy pulcra y siempre olía a rosas. Pero López parecía estar maldito porque el colchón reventó, desparramando todo el contenido de lana. Miró entonces alrededor suyo y cuando vio que nadie lo veía sacó de su interior al niño y lloró amargamente. Como se dio cuenta de que las lágrimas nada solucionaban, miró el desastre derramado en el suelo, se animó a sí mismo y lo recogió como pudo, deseando no encontrarse con ninguna otra sorpresa. Eso le hizo retrasarse bastante.

Ya era casi de noche cuando llegó agotado, pero invadido de una inusitada felicidad y excitación, a la explanada que mediaba distancia entre la Cruz Blanca y los arrabales más elevados del pueblo. El niño pijo consiguió, después de calentar la cabeza con llantinas inmaduras al padre, que llevaran cuatro remolques de palos, por lo que la hoguera ganó en tamaño y rotundidad. López quedó muy sorprendido pero, ya que se había dado el trabajo, pidió que le ayudaran a arrimar el objeto de la difunta para que las llamas lo consumieran.

Alrededor de la que ya era una montaña de combustible, para eludir el frío de la noche y buscar el calor de la compañía, se reunieron multitud de vecinos. Verían desde un principio cómo se prendía y consumía aquel montón de leña y los campesinos despojos de las casas. Con mechero de yesca, los zagales prendieron un papel que a su vez extendió el fuego a un puñado de paja. La leña se resistió a ser prendida pero solo fue cuestión de tiempo: las llamas comenzaron a avanzar al poco con voracidad, aportando un sentimiento de tranquilidad al chico.

–¡Señor López!

López dio un salto de espanto. Don Silvestre había decidido observar aquella hoguera y tal vez, viendo la cercanía del niño mentiroso, aprovechara el momento para anticiparle en palabras el castigo que le esperaba al otro día.

–No se asuste usted, señor López. Por Dios. Creo que lo han engañado con ese reloj: se adelanta “demasiado”.

–¿De verdad, don Silvestre? Mañana mismo iré a la joyería a quejarme.

–Sí, sí. Vaya y que se lo descambien. Y no permita, como no lo hago yo, que nadie le “engañe”.

López rio por dentro, sin sospechar que don Silvestre, a su manera, también reía y perdonaba al chico porque las fogatas de San Marcos hacían recordar al maestro que él también había sido niño y experimentado la excitación y la ilusión de recolectar objetos para aquella noche.

–Mañana mismo iré, don Silvestre.

Y después, López continuó observando como las llamas se extendían hasta alcanzar el colchón. El primo Gregorio apareció de entre la gente y como un poseído se abalanzó a la hoguera. Menos mal que lo pillaron a tiempo.

–¡Se ha vuelto loco este Gregorio!. No puede soportar la pérdida de su madre –argumentó un hombre mayor.

El primo Gregorio forcejeó inútilmente, gritando:

–¡Dejadme, dejadme! ¡Por Dios y por mi difunta madre! ¡Madre, madre...! ¡Dejadme!

Al poco se echó a llorar sin dejar de llamar a la madre. mirando el fuego con ojos de ido. La gente se compadeció del cejijunto solterón. López solo fingió el sentimiento de piedad.

El chisco de San Marcos volvió a cumplir la función de hermanar a todos los vecinos, que se dieron las manos, invitando a un desolado Gregorio a unirse. Un chico de pelo largo y grasiento, que decía ser nieto de la Paquita, y exhibía una llamativa cinta en el pelo y flores en las solapas de la camisa, comenzó a tocar la guitarra, entonando una canción de un tal Jhon Lenon. Nadie entendía lo que decía pero reconocían que sonaba muy bien y tararearon la melodía. Algunas niñas, algo más alejadas, saltaban a la comba; otras jugaban con la goma de unos guantes que habían cortado en tiras. Las mascotas de los solitarios ancianos reflejaban en sus ojos lastimeros el milagro purificador.

López derramó una pequeña lágrima, buscó a Esteban y lo abrazó en agradecimiento. Luego comprobó, metiéndose las manos en el bolsillo, que el bulto que había encontrado en el colchón de la difunta continuaba ahí. Miró el reloj de esfera verde como la pertenencia especial que era y volvió a sentir eternidades entre cada movimiento del segundero; pero ahora las eternidades tenían un sabor dulce porque ya sabía que volverían los días de jugar al aro, a la pita, al pincho y al escondite. Pero más dulces le parecían los lamentos del primo Gregorio pues confirmaban el presagio de que en aquel bulto, que no se atrevió a abrir por no terminar de creérselo, le aguardaba una grata sorpresa.
 

Autor: Marcial del Pino Chiachío.
 

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Actualizada el sábado, 25 de abril de 2015